Comentarios de texto de la EvAU/EbAU: Unas elecciones en 1891 según Romanones

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Texto:

Confiado el Poder a Cánovas y siendo ministro de la Gobernación Silvela, se anunciaron nuevas elecciones, celebradas en febrero del 91. No queriendo desistir de presentar mi candidatura por Guadalajara, afronté la lucha con mi hermano mayor, concuñado de Silvela, ministro de la Gobernación. Han transcurrido treinta y seis años; ha muerto mi hermano, y al exhumar hoy el recuerdo de lo ocurrido, siento de nuevo dolor muy hondo. La política no tiene entrañas; mas si las cosas en la vida pudieran repetirse, a todo renunciaría antes de pasar de nuevo por trance parecido. Aquella contienda apasionó al público, nunca ahíto de emociones fuertes. [...] Para los incrédulos en la existencia de un cuerpo electoral capaz de resistir las imposiciones del Gobierno, lo ocurrido en aquella ocasión encierra una enseñanza innegable.

En realidad, fueron los electores, no yo, los responsables de la contienda entre hermanos, pues cuando, acuciado por las personas de mi familia, que, deseosas a todo trance de encontrar una solución de paz, aseguraron para mí uno de los distritos de Cuba, el de Pinar del Río, estuve a punto de abandonar Guadalajara, mis amigos se opusieron a ello y decidieron venir a Madrid en comisión para que Sagasta me exigiera que, desoyendo todos los estímulos familiares, mantuviese mi candidatura. Amablemente los recibió mi jefe; escuchó sus requerimientos, y les aseguró que no dejaría yo de ser candidato, pues las cuestiones políticas no se pueden tomar a juego ni pueden pesar en ellas los afectos íntimos. La Comisión estaba presidida por un zapatero, casi remendón, tan charlatán como entusiasta liberal. Sagasta me llamó con urgencia, hablándome en tales términos de a cuánto obliga la disciplina del partido, que salí de su casa dispuesto a luchar, si fuera preciso, no sólo contra mi hermano, sino hasta con mi propio padre. Para esto hubiera necesitado más valor.

Fue la contienda muy enconada. El Gobierno no omitió medio para vencerme. Guadalajara siempre había sido ministerial; no tenía el hábito de la lucha; setenta Ayuntamientos de reducido vecindario constituyen el distrito, en su mayoría gentes de posición modestísima; sin embargo, sacando fuerzas de flaqueza, arrostró las iras de Cánovas y de Silvela y, por gran mayoría, me otorgó la victoria. Debo consignar, en honor de aquellos tiempos, que durante la campaña electoral se dejó a la Prensa libertad completa, lo mismo en el ataque que en la defensa [...]. ¡Felices tiempos aquéllos! Felices, porque sin libertad de la Prensa, a pesar de todos sus inconvenientes, es imposible el ejercicio del sufragio. Necesité el transcurso de bastantes años para recuperar el cariño de mi hermano. [...]

No pocos confunden el arte electoral con el empleo de las malas artes en las elecciones. Una elección supone siempre una lucha; en ésta los recursos de la inteligencia son los más eficaces, y el emplearlos para atraerse los sufragios no entraña nada que no pueda cohonestarse con los principios de la más estricta moral. Son hoy legión los enemigos del sistema parlamentario, fundados principalmente en que los elegidos no representan la voluntad del país, pues lo impiden las impurezas de la contienda, secuela inevitable de toda elección.

He leído bastante de cuanto se ha escrito acerca del régimen parlamentario y su práctica en todos los países del mundo [...], y por eso aprendí que las impurezas existen por igual en todos los países. Pero en todos ellos también, a través de las impurezas, las mistificaciones y las coacciones, se filtra, por lo menos, una parte de la voluntad popular, y por eso al régimen parlamentario no se le ha encontrado, hasta la hora presente, ventajoso sustitutivo, pues en los otros sistemas la voluntad nacional queda por completo oscurecida por falta de medios para evidenciarse. [...] Más de una vez estuve tentado de escribir otro [libro] acerca de los principios fundamentales del arte electoral, basándome en las lecciones de la propia realidad. Tal libro hoy, y Dios sabe en cuánto tiempo, no sería útil para nadie; por eso me limito a consignar algunas observaciones de orden puramente práctico.

Tres órdenes de perspectivas son las que deben ofrecerse al lector: una, referente al interés general del país, contenido principal de todo programa político; otra, a cuanto hace relación a las conveniencias de su localidad, y, en último, aunque muy principal término, a cuanto afecta al particular interés del individuo. Cada uno de estos aspectos requiere un tratamiento distinto. Los grandes discursos de propaganda sirven para razonar y difundir los principios políticos, y constituyen la bandera de cada partido. Aprovechan también para enaltecer las cualidades del jefe que los dirige. La elocuencia propia de las campañas electorales no es, indudablemente, la académica. Las muchedumbres se conquistan por un verbo recio y vibrante. Las delicadezas de pensamiento y de frase resbalan sobre ellas sin penetrar; por eso hace falta sacudirlas reciamente. Muchas veces se necesita emplear el grito para dominar el tumulto. En esto de gritar no he envidiado a nadie. Los ataques violentos al adversario, cuanto más de brocha gorda, serán más útiles.

Es preciso llevar al ánimo del elector que sólo son perfectos los hombres cobijados por la bandera defendida. Esta clase de propagandas sólo son propias de los grandes núcleos de población. En los pequeños debe hablarse poco de los principios políticos, pues el auditorio no está preparado para comprenderlos; en éstos, y en cuanto a la política, únicamente se encuentra un rastro atávico simplista que divide a los hombres en blancos y negros, debido, a pesar del tiempo transcurrido, a la huella dejada por las guerras civiles. Manifiestan unos sus simpatías por los principios reaccionarios; otros se inclinan a los liberales, y más que a las ideas, se adscriben a uno u otro bando por el influjo ejercido por las grandes figuras de la política.

En cada pueblo existen dos tipos símbolos : el del radical rabioso, enemigo del cura, capaz de comerse crudo hasta el monaguillo, y el del reaccionario furibundo, renegando a cada instante de cuanto huela a libertad. Estos tipos se personifican en los cerebros directivos del villorrio: párroco, médico, maestro y farmacéutico, y en algunos, veterinario. Por eso es útil, en la visita a cada pueblo, buscar entre estos personajes el elemento más afín, y, una vez encontrado, atraerlo; para ello rara vez tiene eficacia acudir al sórdido interés; en cambio, es de certeros resultados elevarlos a nuestro nivel, hablarles de los altos intereses del partido, escuchando con complacencia sus reflexiones. Y dejarles entrever el escaño de la Diputación provincial o, cuando menos, el Juzgado municipal o la Alcaldía: la ambición es legítima en todas las esferas de la política. Respecto a los intereses materiales de cada localidad, conviene ser muy parco en las ofertas, pues si éstas no son cumplidas, el resultado es contraproducente. ¡Se ha abusado tanto de la fuente, el camino y la escuela!

Muy atrasados nos hallamos en España en organización de las fuerzas políticas, y, a pesar de los esfuerzos hechos, nunca hemos podido, no ya igualar, sino aproximarnos a cuanto se practica en países más cultos. El defecto capital de nuestra política, y por eso hemos llegado al estado actual, ha sido no cuidarse de la organización de los partidos y dejar a éstos vivir anémicos, dependiendo toda su fuerza del prestigio de sus directores.

Hablar del arte electoral y callarse la parte principal, el empleo del dinero, es una inocente hipocresía. Mientras la naturaleza del hombre no cambie, y no lleva camino de cambiar, el dinero es, y siempre será, elemento principal para la lucha y para la organización de los partidos, pues la propaganda eficaz sólo con dinero se hace. Por eso, en Inglaterra, cuna y sede del régimen parlamentario, es objeto de especial cuidado tener bien repletas las cajas de las organizaciones políticas. En España las cajas de éstas no sólo han estado vacías, sino que no han existido.

Es lícito atender al interés particular de cada elector, e inútil pretender con ello engendrar la gratitud; ésta sólo dura lo que la esperanza de recibir nuevos favores. Cuando dejé la Alcaldía de Madrid, un periódico publicó el siguiente suelto: «Ha presentado la dimisión el alcalde de Madrid, conde de Romanones. Mañana saldrá para Guadalajara un tren especial conduciendo a los empleados hoy cesantes de este Ayuntamiento y que por él fueron nombrados.» El autor de este suelto quiso, sin duda, molestarme; fue, por lo contrario, un reclamo formidable, cuyas provechosas consecuencias duraron largo tiempo.

Conde de Romanones, Notas de una vida (1868-1912), 
publicadas por primera vez en 1928

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Datos del Texto:
Título: Unas elecciones en 1891 según Romanones
Corresponde al bloque: VII
Corresponde al tema: La Restauración Borbónica (1874-1902): Cánovas del Castillo y el turno de partidos. La Constitución de 1876
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