Comentarios de texto de la EvAU/EbAU: Las guerras de Cuba y Filipinas vistas por un contemporáneo

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Texto:

Ha sido siempre Cádiz una población muy alegre. Con todo, la última vez que la visité, que fue el año 96, la hallé bastante entristecida, á consecuencia de la guerra que sosteníamos nuevamente en Cuba, y que amenazaba durar tanto como la anterior. Las causas de estas desgracias eran varias [...] mas he aquí las principales: el deseo que animaba ya á los cubanos de emanciparse de nuestro yugo, y el interés que tenían los norteamericanos en ayudarles, tanto para acabar en aquel Continente con toda dominación europea, según la doctrina de Monroe, como por la esperanza de apoderarse de aquella isla o de sujetarla á su protectorado.

Inútil me parece tratar aquí la cuestión de si era buena o mala la administración española, pues yo creo que aunque hubiera sido la más perfecta del mundo, no era posible que así lo reconociesen los cubanos, ansiosos ya de ser independientes, como todos los demás americanos. Puédese, con todo, asegurar que no era peor que la que disfrutaba la misma España. Cuba era considerada como una provincia española, y enviaba, como las demás, sus Diputados y Senadores á las Cortes. Mas, como digo, nada de esto podía bastar á quienes se creían ya en estado de aspirar á una completa independencia. La larga guerra que habían sostenido antes y la no menos larga que sostenían entonces, lo probaban de un modo indudable.

Tampoco me ocuparé de la cuestión relativa á la inmoralidad de nuestros empleados, que es otra de las causas que se han querido asignar á la rebelión de aquella isla. Por mi parte no creo que fuesen impecables, y en Cádiz sobre todo, había pruebas evidentes de ello, porque á aquella plaza mercantil solían enviar su dinero en letras de cambio. Pero ni menos esto podía ser considerado como causa principal de la insurrección, sino como una de las secundarias. La principal, la determinante, era la que ya he indicado: el deseo natural de emanciparse.

En el estado á que habían llegado las cosas, después de dos guerras tan inútiles como porfiadas y sangrientas, todo indicaba la necesidad de que España, nación hoy día libre, y tan celosa en todos tiempos de su propia independencia, le concediese al fin la autonomía á los cubanos y también á los filipinos, que habían imitado su ejemplo, á la manera que la Inglaterra se la había concedido al Canadá y á la Australia. Mas, por desgracia, oponíanse á ello, no tanto los intereses y el amor propio de los españoles de la Península, como el egoísmo de los que vivían y traficaban en aquellas islas, los cuales preferían la ruina de la madre patria á la pérdida de sus ganancias. El ilustre General Martínez Campos quiso hacer ceder á esos españoles de Cuba, pero ellos le obligaron con su actitud intransigente á regresar á Madrid.

Y venidos algunos de ellos á España, rodearon al mismo Cánovas, y unidos con sus amigos de la Corte fueron tales sus clamores y sus manejos, que aquel hombre político, con ser tan moderado y prudente, llego á perder en esta cuestión su calma habitual, y se atrevió á declarar que no cejaría en su guerra á los cubanos hasta después de haber sacrificado el último hombre y la última peseta. Y cuando en vista de que ellos tampoco cedían creyó oportuno prometerles más amplias concesiones y reformas, subordinó la realización de éstas á su sumisión absoluta, cual si se tratara de algún motín callejero o de una algarada insignificante. Cánovas imitaba, por desdicha, la terquedad de Felipe II, como el General Weyler imitaba los rigores de Alba.

Entre tanto, marchaban de continuo nuevos soldados á Cuba, y yo vi en Cádiz los que iban allí á embarcarse. Espectáculo, en verdad, muy lastimoso, porque todo el mundo estaba persuadido de que la mitad por lo menos de aquellos infelices, reclutas la mayor parte, no volverían á ver sus hogares, y perecerían lejos de su patria, al rigor de la guerra y de las fiebres.

Lo más humano, justo y perfecto, en punto á la formación de los ejércitos, es lo que se practica en Inglaterra y en los Estados Unidos, y consiste en que no sean soldados más que los que quieren serlo mediante una cierta paga. Después de este sistema, parece también justo el que ha adoptado la Alemania é imitan ya también las demás naciones cultas de Europa, que consiste en el servicio general obligatorio, de tal manera que lo mismo sirve el noble que el campesino y el rico que el pobre. Pero España, atrasada siempre en todo, es todavía el único país de alguna importancia que conserva el antiguo sistema de quintas y redenciones pecuniarias, impropio de un pueblo libre, injusto y aun inhumano en alto grado. Lo mismo liberales que conservadores, todos los Gobiernos mantienen ese odioso proceder. Y la razón de ello es que no les permite abolirlo el estado angustioso de nuestro Tesoro, para el cual tiene mucha importancia el producto de las redenciones. De esta manera, uno de los primeros deberes del ciudadano, que es la defensa de la patria, se redime con cierta cantidad de pesetas; solo los pobres son soldados, y todos ellos pueden decir, como el paje de Cervantes: A la guerra me lleva mi necesidad; si tuviera dineros no fuera, en verdad.

Lo cual, sobre ser, como digo, muy injusto, tenía entonces el gravísimo inconveniente de que hacía más arrogantes á los ricos, porque tranquilos, sobre la suerte de sus hijos, á quienes redimían por dinero, nada ponía límites á sus declamaciones belicosas en los cafés, en los periódicos y hasta en las mismas Cámaras. [...]

Para colmo de desdichas, un horrible delito privó de repente á nuestro país de su hombre de Estado más importante. Cánovas del Castillo fue alevosamente asesinado en Baños de Santa Águeda por un malvado anarquista. Odiábale particularmente este partido á causa de la merecida severidad con que había castigado sus desmanes en Barcelona y otros puntos, y le inmoló cobardemente por mano de un obscuro sectario.

La Reina Regente confió entonces el Poder por algún tiempo al experimentado General Azcárraga; mas al cabo tuvo que dárselo á Sagasta, que era, después de Cánovas, la persona que tenía mayor prestigio. Esperaron algunos que este cambio de Gobierno, seguido de un cambio de sistema con los rebeldes, podría remediar la desesperada situación en que nos encontrábamos. Vana ilusión. Mandóse á Cuba al General Blanco, que pasaba por más liberal que Weyler, y el nuevo Ministro de Ultramar, Moret, se atrevió á conceder al instante la autonomía á aquella isla; mas todo fue inútil. Esta concesión habría sido quizá suficiente si se hubiese otorgado en tiempo de Cánovas; después ya no lo era, porque los cubanos contaban cada día más con el socorro de los Estados Unidos. Hubiera sido preciso hacer más. Prim, con espíritu práctico y previsor, quería vender Cuba á los americanos en el año 69. No siendo ya esto posible, porque los Estados Unidos esperaban adquirirla por medio de una guerra facilitada por la insurrección de los cubanos y la inferioridad de nuestros recursos, hubiera sido preciso concederle desde luego la independencia. Así se habrían burlado los cálculos de los americanos; así se habría conseguido tal vez retener una especie de protectorado y hacer un tratado ventajoso para nuestro comercio; así se hubiera conservado al menos y quizá por mucho tiempo, la posesión de Puerto Rico y Filipinas.

Pero ni Sagasta ni Moret tuvieron el valor necesario para decirle la verdad al país, y desoyendo los consejos de la prudencia, atrajeron sobre él la más deplorable catástrofe. Con efecto, el nuevo Presidente de los Estados Unidos, Mac Kinley, hombre de grande ambición y de pocos escrúpulos, comprendió que habia llegado el momento de desposeer á nuestra Nación de todas sus colonias. Contaba con la rebelión de los cubanos y filipinos; sabía que no poseíamos una marina capaz de resistir á la suya; sabía que nos faltaba también el nervio de la guerra, que es el dinero; preveía en fin que ninguna de las naciones de Europa tendría un interés directo en acudir en nuestro socorro [...]. Y en efecto, excusáronse los unos con la actitud de los otros, y nadie osó sacar la espada. La Inglaterra era la sola nación que hubiera podido hacerlo; pero le importaba demasiado vivir en paz con los americanos y asegurarse así su neutralidad en las cuestiones del Transvaal, la China y Fashoda.

Y para hacer todavía más fáciles los proyectos de Mac Kinley y sus partidarios, sucedía desgraciadamente que el público español, no solo desconocía todas estas realidades, sino que se forjaba las quimeras más deplorables. Olvidando la guerra que los Estados Unidos habían hecho á México en el año 47, apoderándose de la mitad de su territorio, suponían que por ser republicanos, no habían de emprender una guerra de conquista, y un hombre de tanto talento como Castelar, lo sostenía así en sus escritos. Olvidando que tenían cuatro veces más población que nosotros y diez veces más recursos, se imaginaban que podíamos luchar con ellos sin desventaja.

Nuestros oficiales de marina más distinguidos, con quienes tuve ocasión de hablar en Cádiz, estaban persuadidos de que no teníamos buques capaces de medirse con los americanos; pero nuestro Gobierno y casi todos nuestros hombres de Estado y nuestros periodistas soñaban ya con victorias. El ilustre Don Francisco Silvela, que después ha sido jefe de los conservadores, el eminente publicista Mané y Flaquer, y algunas otras pocas personas de buen sentido, que quisieron oponerse á esta tendencia general, no fueron escuchados. La mayoría del país se hallaba poseída de una verdadera locura. Sólo la Reina Cristina hubiera podido libertarnos de nuestra propia obcecación; mas por desgracia, aunque cuerda y sagaz, no tenía la energía necesaria para hacerlo.

Entre tanto, y cuando menos se aguardaba nos sobrevino otra nueva desgracia. El acorazado americano Maine que se hallaba en las aguas de la Habana, voló con toda su tripulación y el Gobierno y el pueblo de los Estados Unidos creyeron que no había sido por efecto del acaso, sino por dolo. Esta persuasión acabo de enloquecerlos y los indujo á sostener la pretensión de que les permitiésemos intervenir en Cuba. Sagasta, considerando que esto era incompatible con nuestro honor, se negó terminantemente á ello, y la réplica de Mac Kinley fue pedir brutalmente que evacuásemos luego aquella isla. No quedaba, pues, otro recurso que la guerra, y Sagasta lo adoptó, no siéndole ya posible hacer otra cosa. La primera culpa había sido de Cánovas, que no dio á tiempo la autonomía á los cubanos: la segunda fue de Sagasta y Moret, que no les dieron á tiempo la independencia bajo un protectorado: la guerra que sobrevino después era el resultado forzoso de ambos errores.

La lucha no fue larga. De nada nos servían los ejércitos mandados á Cuba y Filipinas, porque apenas bastaban para contener á los rebeldes, y no podíamos enviarles víveres ni socorros, porque el mar se hallaba ocupado por los enemigos. El principal papel fue, pues, reservado á la marina.

El almirante americano Dewey, con una escuadra de acorazados y con cañones de mucho alcance, destruyo sin gran dificultad los cruceros que tenía Montojo en Cavite; y el almirante Sampson, con otra poderosa escuadra, destruyó también los pocos buques que mandaba Cervera, cuando quisieron salir de Santiago de Cuba. Dueños así de la mar, desembarcaron fuerzas numerosas cerca de aquel puerto, y su guarnición se rindió, principalmente por falta de víveres. Lo mismo hicieron en Puerto Rico y Manila; y viéndolos ya libres de dirigir sus ataques á todas partes, y aun á la misma Península y sus islas adyacentes, sin que nosotros pudiéramos impedirlo, fue grande el desaliento que se apoderó de los ánimos en toda España. Nadie acudía en nuestro auxilio, y era imposible que improvisásemos buques, como se improvisan soldados. Prolongar por más tiempo la resistencia no hubiera servido más que para aumentar las exigencias del enemigo.

Comprendiéndolo así Sagasta tuvo al fin la cordura de pedir la paz. Solo que en esto mismo dejó ver también un amor propio muy mal entendido. En vez de dirigirse directamente á los Estados Unidos, como se dirigieron la Dinamarca, la Francia y la Turquía, después de sus reveses, á la Alemania, al Austria y á la Rusia, se presentó en Washington asido de las faldas de la Francia, dejó que esta nación negociase allí en nuestro nombre los preliminares de la paz, y siempre bajo esta misma tutela, ajusto por fin en París un tratado definitivo. Subterfugio tan pueril como inútil, porque con él no evitamos ni una sola de las condiciones que nos imponía el vencedor, y le cedimos Cuba, Puerto Rico y Filipinas. No fue propiamente una negociación, porque negociación no existe cuando el uno exige y otro concede y firma.

En resumen: los Ministros, los militares y los diplomáticos fueron todos desgraciados en aquel grave conflicto, y la Historia no alabará más que al General Vara de Rey y al capitán Las Morenas, dos nobles soldados que resistieron heroicamente á los norteamericanos; el uno delante de Santiago, y el otro en un fuerte de Filipinas.

Augusto Conte, Recuerdos de un diplomático.
Madrid, 1903

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Datos del Texto:
Título: Las guerras de Cuba y Filipinas vistas por un contemporáneo
Corresponde al bloque: VII
Corresponde al tema: El problema de Cuba y la guerra entre España y Estados Unidos. La crisis de 1898 y sus consecuencias económicas, políticas e ideológicas.
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